Nada peor
que un triste dolor en el corazón. Ese dolor causado por un corazón roto. Una
decepción, una traición; en fin… Digo
que no hay nada peor porque todos sabemos que ese “corazón roto” es abstracto.
No existe. No lo podemos tocar. Un corazón roto es tan tangible como el humo, y
ni aún así, porque al humo lo podemos ver. Cuando sufrimos por amor, no existe
pastilla, crema o venda para calmar ese dolor. No podemos frotarlo para que
cese el desconsuelo. Es una herida que sangra persistentemente pero no podemos
suturarla. Es una fiebre pero no existe una infección. Sin embargo, nos duele. ¿De
dónde viene ese dolor? Es irrastreable, no podemos encontrarlo físicamente. Y
eso duele aun más, porque no podemos controlarlo. A veces nos consume, nos
agota, nos extingue poco a poco. Nos enerva. Porque DUELE. No hay que darle muchas vueltas al asunto. El
dolor es inevitable. El amor es un conjunto de emociones que se pasean al
compás de un sonido anárquico. Un minuto te encuentras bailando con la
felicidad, y al otro solo quieres que ese ruido termine. El amor te agota
mentalmente pero aun así sigues dando todo de ti porque no quieres sentir el
dolor. Te rehúsas a que este ataque, porque sabes que no podrás defenderte.
Porque sabes que no podrás controlar ese dolor, porque sabes que en cuanto esa
montaña rusa haga su recorrido repentino hacia abajo, todos esos sentimientos aparentemente
dominados, se revolverán en tu interior y perderás toda capacidad de
autocontrol. Y ahí es cuando el dolor hará su movimiento y quedarás indefenso
porque no existe cura física para este mal.
Porque este mal, simplemente no
existe.